En 1984 la editorial Eudeba (Buenos Aires), publicó el libro Nunca más con el resumen del informe de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP), constituida en el gobierno de Raúl Alfonsín, el primer gobierno democrático después del sangriento golpe de Estado perpetrado el 24 de marzo de 1976. La Comisión estaba presidida por el reconocido escritor Ernesto Sábado, y si bien se refería a la desaparición forzosa de personas pronto pidió juzgar a todos los responsables de “crímenes de lesa humanidad”.
La dictadura que abandonaba el poder lo hacía totalmente debilitada, con el pueblo en la calle, venía de perder una guerra (la guerra contra el Reino Unido en las islas Malvinas) en la que habían puesto todas sus esperanzas, sacrificando más jóvenes en sus ansias de poder dentro de un Plan Cóndor que, aunque debilitado, seguía impune.
Pero esa dictadura, como todas en el mundo, como la de Pinochet en Chile, la de Franco en España, se esforzó por proteger su impunidad y, con base en leyes existentes e inventadas a último momento, creó el tristemente famoso “Documento Final” donde ubicaba en un nivel de guerra las muertes de miles de personas, negaba las desapariciones (durante los años más terribles de la dictadura convencieron a gran parte de la población que los desaparecidos en realidad estaban en países europeos o islas paradisíacas disfrutando de todo lo que habían robado o mantenidos por el comunismo internacional) y nada se decía de las apropiaciones de los hijos e hijas de desaparecid@s.
Lo terrible es que ese documento se basaba en otro texto del periodo democrático, emitido en los últimos días de gobierno y firmado por la tristemente célebre “Isabel” Perón, responsable sin juicio alguno en su contra, de muchas muertes de activistas peronistas y de izquierda. En ese comunicado se igualaba a la guerrilla y a la militancia de izquierda (armada o no) con un enemigo militar y, bajo el nombre nada menos que de “Operativo Independencia”, se firmó el decreto donde se ordenaba al Ejército Argentino actuar contra los civiles con el fin de “aniquilar físicamente al enemigo subversivo”.
Los militares de la dictadura, en su “Documento Final”, llevan su escrito a una especie de “Juicio Final” donde solo Dios puede juzgarlos (entiéndase por supuesto el Dios católico, apostólico y romano), asegurándose así la impunidad total en la tierra, en esa tierra y ese río que aún hoy esconden miles de cuerpos de, por lo menos, 30 mil desaparecidas y desaparecidos.
En las transiciones se suele intentar conservar lo que se ha logrado y dejar para después lo que puede dividir a las sociedades, principalmente cuando se viene de procesos traumáticos, sin tener en cuenta que no es la “reconciliación nacional” el objetivo, sino la justicia para de ese modo establecer sociedades sólidas sin “grietas”, “brechas”, “divisiones” como en Argentina, “rojos” como en España, “comunistas” como en Chile, acompañado de un “por algo será” en casi todos los casos.
En el prólogo de la CONADEP firmado por Sábato, en la primera edición, el primer párrafo puso en alerta a los defensores de los Derechos Humanos y a parte de la sociedad que apoyaba un verdadero “Nunca Más”, este es el controvertido párrafo: “Durante la década del ‘70 la Argentina fue convulsionada por un terror que provenía tanto desde la extrema derecha como de la extrema izquierda.” Aunque este trabajo, contextualizado en la época, fue un inmenso aporte a todo lo que posteriormente se haría en búsqueda de la Verdad y la Justicia, con este primer párrafo no sólo se instauraba sino que reforzaba el inconsciente colectivo de gran parte de la sociedad en apoyo a la llamada “Teoría de los dos Demonios”, la cual equipara la violencia del Estado, siendo éste además quien la monopoliza, y la violencia desde la sociedad, de los civiles que no cuentan con el monopolio de la fuerza ni tampoco el respaldo que ofrece un Estado, a menos que hablemos de guerras civiles y estados divididos.
En 2006 se reeditó el Informe con un agregado, nada se tocó sino que se agregó: “Es preciso dejar claramente establecido –porque lo requiere la construcción del futuro sobre bases firmes– que es inaceptable pretender justificar el terrorismo de Estado como una suerte de juego de violencias contrapuestas, como si fuera posible buscar una simetría justificatoria en la acción de particulares frente al apartamiento de los fines propios de la Nación y del Estado que son irrenunciables”.
Este párrafo deja sin base la famosa suposición, y no sólo en Argentina, del “Por algo será”, nada justifica la violación de la ley ni el abuso por parte del Estado.
Si bien se podría decir que el caso argentino sentó bases para enfrentar los crímenes de lesa humanidad y separar lo que corresponde al Estado con el actuar de los civiles, allí también se intentó, algunas veces con éxito, que estos crímenes no fuesen juzgados y/o que los criminales pudiesen morir tranquilamente en sus camas y con todos los honores.
Tenemos el caso de Chile y un Pinochet viajando tranquilamente por el mundo, defendido y cobijado por gobiernos como el de Margaret Thatcher, vimos su entierro en cadena y también vimos a un hombre llegar hasta el ataúd, acercarse y escupir hacia el ataúd en un intento último y desesperado de pedir justicia ante el criminal impune, ese día muchos chilenos se sintieron representados por el nieto del general Prats. Esta impunidad traspasa fronteras y provoca episodios como el del presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, gritándole a la ex presidenta constitucional de Chile y presidenta de la Comisión de Derechos Humanos de la ONU, que se alegraba que su padre hubiese muerto en prisión torturado por el régimen de Pinochet.
Algunos gobiernos, aunque tarde –eso no desmerece el simbolismo de la acción–, piden perdón por los crímenes cometidos por ese Estado que representan, es el caso de Néstor Kirchner en Argentina, Patricio Aylwn en Chile (ambos pidieron perdón por los crímenes cometidos por las respectivas dictaduras), Jacques Chirac en Francia (pidió perdón por la deportación de judíos en la II Guerra Mundial), son distintos presidentes con distintas ideologías en distintos momentos, y los iguala el considerar al Estado como uno solo, porque en ese momento de pedir perdón ellos representan al Estado frente a sus ciudadanos y frente al mundo.
Por eso los crímenes cometidos por miembros del Estado con el aval y/o dentro de la cadena de mando de ese Estado son crímenes de lesa humanidad y así deben ser juzgados. Siempre hay que tener presente que las violaciones a los Derechos Humanos lo cometen los Estados por medio de quienes en ese momento lo representen.
En 2014, en Venezuela, en medio de violentas protestas de la oposición contra el gobierno se creó un “Comité de Víctimas de la Violencia de la Oposición”, este Comité apoyado por el gobierno se creó para “exigir justicia” y viajó a diferentes países para exponer la violencia ejercida por la oposición en Venezuela. Independiente de la violencia de las protestas es al Estado a quien hay que exigirle justicia, es el Estado quien debe garantizar que no habrá impunidad.
Por eso para Paul Selis, relator de Naciones Unidas, se “debe tomar seriamente el mandato que tenemos, y ese mandato es investigar violaciones de derechos humanos cometidas por el Estado”.
En Colombia, país de larga data en violación de los derechos humanos, donde no hay duda en que el Estado es solo uno y que tiene control sobre su territorio, al igual que en Venezuela también se conformó un Comité de Víctimas de la guerrilla, aunque en realidad son víctimas de un conflicto que se debe manejar desde el Estado porque es éste quien tiene la obligación de proteger a sus ciudadanos.
Por lo cual hay que tener presente que la violación de los Derechos Humanos no puede ser buena en algunos casos y mala en otros, así como también que los Derechos Humanos no los viola una guerrilla a menos que sean grupos paraestatales que respondan al Estado, como los llamados “paras” en Colombia o la tristemente célebre Alianza Anticomunista Argentina (AAA), grupo paraestatal que operó durante los últimos meses del gobierno de Juan Domingo Perón y el periodo de María Estela Martínez de Perón.
En Guatemala, en 1982, bajo la dictadura de Ríos Montt, se llevó a cabo la masacre del “Plan de Sánchez” donde fueron asesinadas 262 personas. Paul Selis, que trabajó en este caso durante años y fue calificado por el gobierno como un comunista infiltrado, relata: “El ejército llegó al atardecer, acorralando a los habitantes del pueblo, inhabilitando todas las vías de escape y dividiendo a las mujeres en dos grupos: uno para violarlas antes de matarlas y el otro simplemente para asesinarlas. Para ahorrar balas, las atiborraron en una casa pequeña y le prendieron fuego con granadas. La masacre del Plan de Sánchez fue una de las más de 300 que tuvieron lugar durante la peor fase de la guerra civil y no fue, ni mucho menos, la más sanguinaria”. La Corte Interamericana de Derechos Humanos recién en 2004 calificó a este hecho, como genocidio. En 2012, 30 años después, un tribunal de Guatemala dictó prisión para Ríos Montt para ser juzgado por crímenes de lesa humanidad.
Según Selis, quien también es uno de los relatores del Informe sobre violación de Derechos Humanos en Venezuela –que el canciller Jorge Arreaza calificó como «plagado de falsedades» y procedente de «una misión fantasma dirigida contra Venezuela y controlada por gobiernos subordinados a Washington»–, cuando los gobiernos son acusados de violar los Derechos Humanos siempre se protegen. Para el relator el mandato “Es investigar las violaciones de ejecución extrajudicial, detención arbitraria, tortura y desaparición forzada. Todo eso tiene que ver con los deberes del Estado”. En estas violaciones, en Venezuela, el relator hace énfasis en las ejecuciones que tienen como fin la “limpieza social”.
En el caso de Colombia, según el relator de la ONU Michel Forst, en noviembre de 2018, a pesar de que había bajado la tasa de crímenes en general, seguía siendo el país latinoamericano con más asesinatos de defensores de derechos humanos. Para Forst, con estos asesinatos «se envía un mensaje de falta de reconocimiento de su importante labor en la sociedad, y ello implica una invitación para seguir violentando sus derechos»
Del otro lado del Atlántico, la Audiencia Nacional de España, en septiembre de 2020 dictó sentencia condenatoria en contra del ex coronel y ex viceministro de Defensa salvadoreño Inocente Montano por el asesinato, en 1989, de cinco jesuitas, entre ellos el español Ignacio Ellacuría. Amnistía Internacional emitió un comunicado donde expresa que “Este fallo histórico (…) nos recuerda la enorme deuda que tienen las autoridades salvadoreñas en garantizar verdad, justicia y reparación. Es inadmisible que, en El Salvador, a casi 30 años desde la firma de los Acuerdos de Paz, se siga permitiendo que los responsables de los crímenes cometidos durante el conflicto armado escapen de la justicia y gocen de impunidad”.
En España, con más de 130.000 víctimas del franquismo, los familiares y descendientes siguen juntando recursos propios para recuperar a sus muertos, mientras desde el gobierno de España se prepara una nueva Ley de Memoria Histórica, en contraposición, desde los partidos políticos cercanos al régimen franquista se habla de una “Ley de la Concordia”, la cual emula la teoría de los “Dos demonios” que se intentó instaurar en el cono sur de América Latina.
Por eso es necesario, para que NUNCA MÁS sea válida la teoría de los “Dos Demonios” –aunque continuamente regrese o nunca se vaya de una parte del imaginario colectivo–, tener claro que sólo los Estados cometen crímenes de lesa humanidad, ya que si los civiles violan la ley deben ser juzgados por la justicia ordinaria de cada Estado.
Los crímenes de lesa humanidad, que sólo pueden cometer quienes están al frente de los Estados, tienen que ser juzgados con todo el peso que la ley refiera. Y así como no hay que dar lugar a la teoría de los “Dos Demonios”, tampoco hay que dar lugar a la “obediencia debida”, argumento que intentaron usar los militares argentinos en los juicios en su contra.
Cuando los Estados no pueden o no quieren asumir su responsabilidad en el juzgamiento de los responsables de estos crímenes entra en acción la Corte Penal Internacional ya que uno de los tres crímenes en los cuales esta Corte puede actuar son los crímenes de lesa humanidad. Para que esto sea factible el Estado acusado debe ser miembro de la Corte y haber refrendado el Estatuto de Roma, como es el caso actual de Venezuela, donde el último informe de Naciones Unidas acusa al gobierno de este país de crímenes de lesa humanidad.
Si los poderes del Estado venezolano no actúan en consecuencia, la Corte Penal Internacional debe hacerlo porque su mandato la obliga a “intervenir cuando esos países no pueden o no están dispuestos a investigar y perseguir graves crímenes de derecho internacional”. Ahora, si el caso es remitido por el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas “la Corte tendrá jurisdicción independientemente de si el Estado es o no parte del Estatuto de Roma”.
La Corte Penal Internacional también tiene enemigos, en junio de 2020 Estados Unidos aprobó sanciones económicas y de visado contra la CPI ya que este Estado considera que las investigaciones de la Corte Penal Internacional para determinar crímenes de guerra de tropas estadounidenses en Afganistán son “un ataque a los derechos de los estadounidenses que amenazan con socavar con nuestra soberanía nacional».
Estos ataques preocupan porque la CPI “Es la única institución internacional permanente con competencia para juzgar algunos de los crímenes más horribles y para defender a las víctimas en ausencia de cualquier otro órgano de apelación”, según la europarlamentaria Soraya Rodríguez.
No son fáciles ni cortos los juicios por delitos de lesa humanidad y la Corte Penal Internacional es un tribunal de última instancia, por lo que es imprescindible no claudicar hasta lograr que se haga justicia, única reparación posible para las víctimas y para la salud de nuestras sociedades.