La corrupción moral, que es la misma corrupción, crece en medio de la ambición y el dinero fácil; la sociedad mercantilista es su caldo de cultivo. El daño más grande que ha causado el capitalismo en el individuo ha sido embobarlo para que viva solo para eso. Ha torcido el sentido de la vida depreciándola a lo que vale una mísera parte de ella, poseer dinero y convertir cualquier cosa en mercancías, vivir y morir en el ciclo infinito de comprar y vender cosas. Hasta lo más sagrado se vende o se compra con dinero. Es curioso cómo las iglesias llamadas cristianas degeneraron en sociedades mercantiles, en escuelas de negocios, colocando a Dios y a Cristo como intermediarios para alcanzar el éxito en los negocios (además de ser ellas mismas un negocio para sus pastores). Más allá de Dios está el lujo y la apariencia del éxito, el perfume del dinero que disimula la corrupción de sus almas.
En un ambiente de competencia mercantilista florece la corrupción, la delincuencia, se potencian los bajos instintos vinculados a la codicia; hasta el más decente termina mintiendo o conspirando para quedarse con una casa ajena, robarle la pensión a un familiar o las gallinas del vecino, dinero, objetos que se desvaloran en mercancías, afectos que se convierten en mercancías, salud y enfermedades que se convierten en oportunidades para ganar dinero. Donde no hay propósitos elevados para vivir, no hay trabajo creador y vital, sentido de pueblo o nación, una sociedad humana arraigada a la tierra y fuerte de alma y corazón, hay dinero, codicia, desprecio por la vida. La guerra y la muerte es el destino final del capitalismo.
Dios es una excusa para hacerse rico, una idea de éxito asociada al poder, que en una sociedad fatua llena de falsos dioses, como ésta, solo lo otorga el dinero.
Pero con el poder del dinero, el éxito no significa nada. Se acaba el dinero, se acaba el poder y el éxito. En el capitalismo las relaciones y las instituciones humanas se han hecho precarias. Se disuelven las relaciones sociales, por lo tanto se disuelve lo que las instituye, solo queda una competencia sin sentido entre todos los humanos a ver “quién sale ganador en la fotografía”, como caballos de carrera. Lo que queda de sociedad solo se organiza para la producción y el consumo de mercancías. Por un lado lo más sagrado es el dinero, y la por el otro propiedad privada, dos impulsos que generan una tensión de intereses que solo se resuelve en el espacio del poder, y este poder legitima el robo, la apropiación del trabajo y el producto del trabajo de los más débiles, sobre todo débiles mentales, de los más abobados.
Fuera de ese poder, todo lo demás no importa como sociedad, los valores relativos a la fraternidad, la solidaridad, la educación y formación de los individuos, a la conservación de la vida misma, si no contribuyen a la producción de mercancías y dinero para los más ricos y poderosos, no tienen sentido. La historia y el conocimiento no tienen sentido, la sabiduría solo se encuentra en los yacimientos arqueológicos, y es vendida en un mercado especializado. El individuo aprende con el ejemplo de los poderosos a cómo robar y aprovecharse sin escrúpulos de sus semejantes. El lema moderno de vida es no creer en nada y en nadie, no ayudar a nadie, porque nadie cree en ti y tampoco te ayuda. La competencia y la desconfianza los motiva a una acción egoísta, mezquina y asesina.
En tales condiciones resulta fácil criar mujeres y hombres crapulosos que harían lo que fuera por dinero, y poder, y hacer culto a eso como lo más sagrado en la vida, acompañados de un Dios de quincallas que cada cual considera como propio y que atiende solo sus necesidades egoístas y personales, dando la espalda al resto de sus hijos si éstos no pagan el diezmo, un Dios igualmente egoísta, alter ego de sus mezquindades, siempre invocado para alentar las propias y sus miserias.
En este ambiente de aparente libertad se cría la descomposición social, como aguas fétidas sin aliviaderos, la libertad de pudrirnos moralmente como sociedad y como especie.
Esto lo podemos ver en el planeta en perspectiva. El ejemplo está en el genocidio que se comete a todo un pueblo, llevado a cabo por el sionismo israelí y alentado por sus empleados y empleadores de los imperios occidentales, vinculados a la idea capitalista de que “si no producen ni consumen deben morir o no tienen derecho a vivir”. Disfrazado el exterminio genocida de “guerra religiosa” aniquilan la vida y cultura de todo un pueblo, cuando lo único religioso que hay detrás de este crimen es el adorar a un dios exclusivo, excluyente y distante, y pretender ser “el pueblo elegido” por el engreído dios de los judíos.
Los gobiernos que asesinan a otros seres humanos con desprecio y sin piedad tienen el mismo talante del tirano que gobierna a un pueblo de salvajes o de gente débil, es el mismo desprecio por la vida que siente el presidente de una gran corporación petrolera o automotriz, o un Rey o una Reina sin súbditos que conozcan, o de cualquier tiranuelo suramericano igualmente ofuscado por el poder. El desprecio por la vida humana, el desprecio por la cultura humana, por su obra, por sus tradiciones y herencia, distintas a las burguesas, al capitalismo o a la de un carapacho de una aristocracia inexistente; para esta raza de petulantes lo que importa en la vida es su capital, el dinero, el poder y el éxito, que dura tanto como la brisa que deja el vuelo de un pajarito.
El daño más atroz del capitalismo ha sido embobar a la humanidad y ponerla a pensar como ellos, poner a pensar y actuar a los explotados con los mismos instintos y valores de sus explotadores, que una inmensa masa de idiotas compitan y se maten entre ellos por escalar en la pirámide social, que perseveren en esa locura aun sabiendo que el éxito final es un juego de lotería.
Hay que restaurar la sociedad humana mediante una gran revolución socialista que demuela al capitalismo desde su base moral ideológica. Si no lo hacemos, pereceremos.